La pasión por el automovilismo corre por mis venas, es algo que heredé. En los ochenta fui pilota en el campeonato de resistencia (en México), y para el GP de México 1986 me inscribí como oficial, tomé los cursos y me asignaron el foso de Ayrton Senna en el equipo Lotus; no lo podía creer, casi lloro.
Llegué el primer día, me presenté con él en inglés y me dio la mano, estaba emocionadísima. Como comisario de fosos tenía que saberme el reglamento y asegurarme de que se cumpliera, estar pendiente del auto y cuidar que los de prensa no se aproximaran demasiado.
Al año siguiente me acerqué para presentarme de nuevo
y me dijo: “Hola Yolanda”. Me impresionó que se acordara de mi nombre porque viajaba por todo el mundo y tenía oficiales diferentes. Para 1988 cambió a McLaren y Jo Ramírez (el coordinador de McLaren y amigo de Senna) habló con los comisarios para pedirles que me pasaran con ellos porque ya había trabajado dos años con el brasileño; o sea ocho días, toda una eternidad. Ahí pasé los cinco años siguientes.
En una ocasión que Ayrton estaba limpiando su casco (había quien lo hiciera, pero le gustaba hacerlo él mismo) le conté que era pilota, entonces saqué unos mapas del autódromo y se los enseñé.
Él me pregunto: “¿Cómo manejas? ¿En dónde aceleras y dónde haces tus cambios?”. Me reí y le contesté que yo manejaba un Caribe. “No importa”, dijo Senna. “De todas maneras es un auto, mira, déjate ir más aquí”. Aún tengo la hoja con sus anotaciones. No cualquiera tiene una clase de él, aunque sea en papel.
Recuerdo cuando se preparaba para las carreras, me encantaban sus guantes porque eran un desastre, estaban rotos y sucios. Se metía al auto y una vez que Ayrton se colocaba el casco se borraba todo a su alrededor. Su concentración era lo que más me impresionaba, fijaba la mirada, pero no veía hacia afuera, sino
hacia adentro.
Tuvimos una relación muy linda, mis hijas le mandaron dulces mexicanos y un cinturón de colores bonito y él les regaló calcomanías de McLaren. En 1992, la última vez vino la F1 en los noventa, se quitó su gorra, me la dio y dijo que era para mi papá, por supuesto que él no sabe nada de esto.
Ayrton fue una persona muy sencilla, sé que muchos no están de acuerdo con eso, noble, cariñosa, centrada y que sabía cuál era su misión en el mundo: hacer más grande el automovilismo. Conocer y convivir cuatro días durante siete años con, para mí, el mejor piloto que ha habido, no tiene comparación.