Por Fernando Tornello
«Volví a la F1 con el objetivo de ganar un nuevo campeonato”. La declaración de Michael Schumacher durante el fin de semana del GP de Corea reciente no hizo más que poner en blanco sobre negro su permanente ambición por ganar, por demostrar que es el mejor, y lo dejó expuesto ante lo que termina como una frustración, como un logro que jamás será conseguido. No logró él, el gran campeón que tantas veces pareció invencible, lo que sí pudieron otros grandes, como Lauda y Prost, que volvieron del retiro y se fueron con otro título en las vitrinas.
Su extensa carrera de casi 19 temporadas concluirá en Interlagos y, salvo que ocurra un milagro, se irá sin ganar en esta segunda parte plagada de sinsabores. Pero fue tan dominante su primera etapa que la imagen de Schumacher ha sufrido poca mella a pesar de los fracasos acumulados con Mercedes.
Es dueño de récords que parecen inalcanzables: 7 títulos, 91 victorias, 68 PPs, 13 triunfos en una temporada, más victorias con un equipo (72 con Ferrari), 155 podios, 76 Vueltas Rápidas y muchos más.
Desde su debut en el GP de Bélgica de 1991 no se bajó nunca de los titulares de los diarios. La mayoría de las veces por sus enormes hazañas, otras por grandes escándalos. Fue un piloto de mejor conducta debajo del auto que en la pista. Aquel debut en Spa Francorchamps, con un modesto Jordan, mostró que el joven alemán que lo conducía tenía pasta de campeón. Enseguida ensombreció los tramos finales de la carrera de Nelson Piquet, comenzó a mezclarse con Senna y Prost, que vivían su personal disputa y no previeron que un tercero en discordia podía entrometerse.
Ya con Benetton logró la primera de sus conquistas en Spa 1992. Recuerdo muy bien ese día. Desde mi cabina en el circuito vi cómo su compañero Brundle se despistaba y Michael decidía ir a fosos a cambiar llantas. Eso fue decisivo para llegar antes que nadie a la bandera de cuadros.
Sus actuaciones asombrosas fueron innumerables. En Barcelona, durante el GP España 1996 –su primera temporada con Ferrari– se anotó una victoria inolvidable. El F310 era un auto apenas discreto. Había logrado tres podios y tres abandonos en sus seis primeras carreras. En Montmeló clasificó tercero, a un segundo de Damon Hill. Llovió durante la noche previa y se lavó la pista.
Llovía minutos antes del GP, a tal punto que los comisarios consideraron, por primera vez en la historia de la F1, partir con el auto de seguridad delante de los F1, pero luego lo descartaron. El terrible diluvio que se desató sólo acrecentó lo que Schumacher realizó en la pista. Pasó sexto en la primera vuelta, pero en el giro 12 tomó la punta superando a Jacques Villeneuve y ganó por 45 segundos sobre Jean Alesi.
No me importó demasiado que las goteras dentro de la cabina me obligaran a terminar el relato de pie, contra una de las paredes para no mojarme. Estaba presenciando y relatando el comienzo de la historia grande de Schumacher, su primer triunfo con la Scuderia de Maranello. No sería el último.
Pero también escribió una página oscura en su dilatada trayectoria. El golpe a Damon Hill en Adelaida 1994 le sirvió para ganar su primer título. El intento de sacar de pista a Villeneuve en Jerez 1997 terminó mal: perdió el campeonato y todos los puntos del año. Cuando dejó su Ferrari cruzado en la calificación de Mónaco 2006, el objetivo fue arruinarle la vuelta a Alonso: tuvo que partir desde la última fila.
Fuera de las pistas tuvo muchas actitudes nobles. Formó una buena familia, ayudó a víctimas de diversas catástrofes en el mundo y realizó campañas de seguridad vial para la FIA.
Vivió, ni más ni menos, la historia que soñó cuando tenía poco más de 20 años, cuando le dijo a mi colega Adam Cooper que había llegado a la F1 para “ganar un campeonato”.