Por Carlos E. Jalife Villalón

“Does anybody know what we are looking for?…” Queen

Las comparaciones siempre son odiosas, dicen, pero a veces hay que hacerlas. Cuando se habla de carreras de autos, se habla de un deporte, lo que no necesariamente implica un espectáculo. Para muchos, ver autos pasar cada equis tiempo un par de horas no es espectáculo; para mí ver a 22 ratones pelotear sin idea tampoco lo es, aunque aprecio mucho cuando hay 22 tipos que crean con inteligencia en el terreno de juego.

El espectáculo varía en distintas culturas, pues mientras para unos la emoción es que los autos den vueltas en un óvalo (o algo similar) cerrado con asientos exteriores para que los espectadores lo vean, para otros la idea consiste en amplias extensiones de terreno en la cual los autos pasan a intervalos determinados mostrando lo mejor de sus cualidades contra otros vehículos similares en una lucha permanente regida por el tiempo o la distancia.

Ambas son formas entretenidas, pueden coexistir e incluso ayudarse con reglas que funcionan en ambos ambientes, una especie de polinización cruzada para lograr un mejor producto. Pero de ahí a que si en un tipo de carreras hay 100 rebases, en el otro los tenga que haber también, pues la brecha es muy amplia.

NASCAR es un producto que se ha vuelto espectáculo, en el cual la paridad es sine qua non. Si alguien tiene una ventaja tecnológica, los que hacen las reglas se la quitan alternado lo que se permite a sus rivales o lo que se les restringe a los que adquirieron esa ventaja.

Y vemos grandes pelotones de autos rodar rebasándose durante horas con un gran choque amenizando las acciones, suficientes banderas amarillas para que todos puedan enterarse quién va ganando aunque hayan tenido que ir por comida, al baño o por una siesta en el transcurso de la carrera. Y al final hay un cierre generalmente espectacular con los autos reagrupados para unas cuantas vueltas al final. Es un deporte, sí, pero ya se va pareciendo a las luchas de la WWF.


En contraste, la F1, (WEC, WTCC, GT1 y todo eso) es un deporte en el cual la excelencia tecnológica es la razón de ser. Hay un conjunto de reglas que algunas de las grandes mentes de esta área tratan de interpretar para presentar un vehículo más veloz que el de los oponentes. O cuando menos esa era la idea hasta que la tecnología se volvió un exceso y los costos se incrementaron más allá de lo permisible para permitir la supervivencia de las categorías a futuro.

Entonces, los que hacen las reglas meten mano y tratan de igualar las condiciones para que nadie destaque, y si alguien destaca pues le cortan las alas, prohibiendo difusores soplados, difusores dobles, aletas de tiburón y demás ventajas adquiridas.

Luego, para volver más emocionantes las carreras, y que nadie gana más de la mitad de ellas escapándose al principio, les modifican las reglas para que tengan que usar dos tipos de llantas distintas y además hacen que la compañía fabricante las construya de manera que no duren mucho y se degraden para que nadie intente hacer un solo cambio de llantas sino que sean varios en cada evento.

Y si no es suficiente porque la brillantez tecnológica sigue imponiéndose, pues se inventa un alerón móvil (DRS) que le permita a los que van atrás rebasar, si están a cierta distancia. Y si les da la gana pues obligan a que haya recargas de combustible y si no les da, las prohibimos para obligar a que los pilotos aprendan táctica de 300 kilómetros, no de varios sprints que sumen esa cantidad.

Y como el ahorro de costos es vital, pues ya no se desarrollan mucho las llantas de lluvia –al fin no llueve tanto– y sucede que cuando llueve hay que meter el auto insignia porque las llantas no sirven, pero eso es bueno para el espectáculo, incluso Bernie dice que deberían instalar aspersores en las pistas para darle más emoción con intervalos aleatorios de pavimento mojado. Y la categoría, sin perder su razón de ser, se va por el espectáculo, y se incrementa la cantidad de rebases por carrera, hasta un poco antes de ser demasiados.


“¿Qué tanto es tantito?”, decimos en México y hay que cuidar que con muchos “tantitos” no se vuelvan “muchito” meterle mano a las reglas para crear un espectáculo artificial. Yo no recuerdo a nadie quejarse de la temporada 1988 cuando entre Senna y Prost ganaron 15.8 (ellos lideraron como el 80% del GP que no ganaron) de 16 grandes premios y vimos batallas espectaculares, una gran temporada y el recuerdo de dos grandes campeones. Más atrás habría que recordar el período de 1962-1965 en el cual Jim Clark acostumbraba irse al frente y ganar con todas las vueltas lideradas, o de plano abandonar si su Lotus no estaba a la altura.

Nadie se quejaba y el dominio fue absoluto. Pero lo que espanta a Bernie y sus achichincles, es que venga un período como el de Schumacher entre 2000 y 2004 con demasiadas victorias de color rojo y órdenes de equipo cuando el escudero se rebelaba ante su amo. Lo entiendo, incluso lo comparto, pero hay que cuidar que si ya tenemos llantas artificiales, rebases artificiales, banderas amarillas artificiales y emoción artificial, puede ser demasiado artificio y no vayamos a llegar a choquesotes artifiales, porque se vuelve una carrera de NASCAR y no F1.

Podemos coexistir los que nos gusta el rock y la música clásica, y no tienen que parecerse uno al otro. ¿Entonces por qué no dejar a la F1 con su persecución de la paridad tecnológica y a NASCAR con su paridad espectacular? ¿Será que el pasto siempre es más verde del otro lado de la cerca? ¿O será que Bernie sigue persiguiendo el elusivo mercado gringo?